Cine. Francés, español, italiano, danés, alemán, neozelandés, de La India, del Planeta Marte, cine de cualquier lugar recóndito o muy conocido, no importa, ahí estaremos, llenaremos las salas como ratones atraídos por el sonido de la flauta luminosa. Hipnotizados ante la ilusión de dejar nuestras vidas afuera por un rato y transfigurarnos en la piel de otros. No importa de dónde vengan esos otros.   Cualquier lugar es mejor que este lugar afuera de la pantalla.

La luneta es una arena movediza que traga complaciente a los espectadores. La luz se apaga y somos un cuerpo con miles de ojos atentos a los movimientos de la luz. Querer que la luz entre por los ojos y estar ahí, ver a la mujer desnuda y temblorosa sólo a unos pasos, estirar la mano y tocarla, ladear la cabeza y mirar las piernas de la muchacha a una butaca de distancia, piernas desnudas que emanan como flores de loto en medio de la oscuridad. La sangre se dispara, es una inyección que entra por los ojos, el hombre mira a la pantalla, contempla el beso apasionado del protagonista con la mujer desnuda, la excitación desmesurada, el sexo hinchándose bajo la ropa, el hombre vuelve a mirar a la luneta y se toca por encima del pantalón. La muchacha se percata y se cambia dos filas más adelante, junto a unos adolescentes que trituran palomitas de maíz, a veces se lanzan algunas, ríen y hablan interrumpidos por alguien que los manda a callar.

A la muchacha le cuesta concentrarse y seguir la trama de la película en el instante en que el protagonista dice unas frases completamente naturales y profundas, pensamientos que ella quiere escribirle a Frank por correo, ideas que coinciden con lo que ellos siempre han pensado del amor y del arte.  Algo así piensa el novio de la chica que está sentada en la fila lateral derecha y se lo confirma, depositándole un beso en el cuello que imita al beso de la pantalla. Ella corresponde y coloca la cabeza sobre el hombro de él que mira fijo la expresión consternada de la mujer de la película, la expresión que tiene que tener cualquier mujer enamorada. «La expresión de mi novia», piensa el novio de la chica, pero ella no tiene esa expresión porque el señor de la fila del frente no le deja ver bien por la postura erguida en el asiento. Le incomoda, además, que este hombre, que no se quita el sombrero dentro de la platea oscura, haga constantes carraspeos con la garganta. Pero ella no sabe que el señor del sombrero carraspea porque está muy triste. Le entristecen las películas donde la gente se enamora, luego sufre y es abandonada, y cuando se pone triste carraspea como un acto reflejo, por eso también cree sentirse identificado con el protagonista, que no sabe ocultar sus manías de hombre solitario, ridículas acciones de enamorado.

«¿Pero quién no es ridículo cuando se está enamorado?», piensa Sabrina cuando acaba la película y sale del cine llorosa y feliz, sin pensar demasiado que Frank camina por las calles de Madrid y cada paso es una secuencia donde ella no está, ni estará, ni estuvo nunca. «¿Cómo habría sido?», se pregunta Andrés, si esa muchacha, de bellísimas piernas blancas que reverberaban hasta en la oscuridad, fuera su mujer, y no aquella loca paridora de hijos que lo espera en casa, exigiendo dinero para dar de comer a la prole ingrata. Andrés sigue con la vista a Sabrina para confirmar que tiene las piernas hermosas aún en la claridad de afuera, imagina retrospectivamente que aún están dentro del cine, que ella se muda de asiento, pero esta vez junto a él, para tocarle el pene endurecido, sacudirlo y estremecerlo mientras él se diluye entre luces y colores de ciudades fuera del mapa, hasta que el deseo aflore convertido en semen sobre la alfombra del cine. Esa alfombra que contiene infinidad de pisadas, la huella de miles de personas que ya no existen, que vuelven una y otra vez desde el recuerdo, como si el pasado, el presente y el futuro fueran una sola cosa para Jaime, un ciclo eterno donde sólo tenga sentido los 105 o 120 o 175 minutos frente a esa dolce vita, eso decía Felicia que era el cine, «la dulce vida todos los días», mientras que la realidad era un gastado reflejo de lo que afuera de la pantalla podríamos imitar. Por eso Jaime carraspea cuando viene al cine y se acuerda de Felicia como una primerísima actriz que se lanza de un puente a 100 metros sobre el nivel del mar y muere sin que su cuerpo sirva para rellenar un trozo de tierra de la realidad. «La vida es un divino guión, yo se que sí, yo sé que no… en Buenos Aires conocí una nena, que se venía sólo con la idea…», cantan los adolescentes demoledores de palomitas de maíz, van dando saltos y hablando alto, uniformados de carmelita, iguales al fango. Una pareja detrás de ellos camina enlazada por la cintura, ella lo besa en el cuello y él mira su expresión de mujer enamorada, «igual que en la película», piensan ambos, de vuelta a las calles de la Habana otra vez. El asfalto está mojado. Todos se alejan de prisa. Como siempre. Los neones del Cine Yara a medio encender anuncian el Festival.

 

 

Del libro ’33 segundo sobre un tobogán’, Lien C. Lau, La Habana, 2006.