'Lunch Atop a Skyscraper', 1932.
‘Lunch Atop a Skyscraper’, 1932. (TIME)

 

Los obreros fotografiados en Lunch atop a Skyscraper están sentados sobre nuestras cabezas. Vemos colgar sus pies desgastados, caen migajas de su almuerzo sobre nuestro pelo. La algarabía de sus voces se filtra por el cable telefónico y llega al otro lado de la ficción, de lo alto del Rockefeller Center de Nueva York, en 1932, a la plaza Dos de Mayo de Madrid, en 2013, y vuelven a cruzar el océano hasta cualquier punto de Cuba.

Es domingo. Estoy en el locutorio a donde vienen los cubanos porque sale más barato llamar a la Isla: 0,45 céntimos de euro frente al euro con veinte centavos de cualquier operador. Uno de los destinos telefónicos más caros del mundo. La isla incomunicada. Llamar a Cuba es como llamar a otro planeta. El locutorio lo llevan dos pakistaníes. Henry ha bromeado con ellos diciéndoles que son terroristas. Los pakistaníes sonríen. Ya nos conocen de venir tantos años. A veces les dejamos propina. 

Este lugar me pone triste, siempre acabo escuchando las conversaciones de los demás. El drama cubano. Familias divididas, la miseria humana, la tristeza colectiva de intentar salvarnos cuando en realidad nuestra «salvación» es que acabe la dictadura. 

¿Lo es realmente? A veces no lo tengo claro. A veces creo que no tenemos salvación, que estamos marcados. Generación tras generación, condenados antes de nacer. Pero me acusarán de pesimista. «La esperanza es lo último que se pierde», y de ser los últimos ya los cubanos sabemos bastante.

Hoy el local está medio vacío, pero el eco de nuestras voces cubanas retumba en mis oídos. Tenemos voces bonitas. Me gustan nuestros tonos de voz. Hay una chica vestida de blanco en una cabina, justo en la número siete. Su voz es aniñada a pesar de su rostro serio que revela que tiene más de treinta años. Casi nadie sale sonriendo de este lugar, o quizás con una sonrisa agridulce, queramos o no, nos pone triste hablar con nuestras familias, tan lejos, tan separados por el mar y la distancia. 

Once cabinas, como los once obreros de la foto de Nueva York que adorna el local, colocada en la parte superior de las casetas. Cada vez que vengo me quedo mirando la reproducción fijamente, no encuentro metáfora mejor para nuestra vida en la diáspora que esta imagen de los obreros durante la Gran Depresión. Ellos, que posan ¿a más de 250 metros de altura?, que ¿simulan que todo es espontáneo?, por ¿el azar? de un lente que pasó por allí mientras almorzaban desafiando al vértigo, sin sistema de seguridad ni arnés.  Todavía el misterio envuelve a Almuerzo sobre un rascacielos, no sé sabe bien quién tomó la foto y si los trabajadores fueron minuciosamente colocados o estaban verdaderamente así, comiendo sentados en una viga, pero de lo que no cabe dudas es de que aquellos inmigrantes desafiaban a la crisis económica al aceptar trabajos a riesgo de morir en plena faena. Como muchos de los cubanos que venimos a llamar a este locutorio. Como otros cubanos que se lanzan al mar que separa a Cuba de La Florida. Cubanos que retan a la nada, que es el mundo cuando no tienes nada. 

¿Qué pensarán los pakistaníes del locutorio de nuestra tragedia? En todo caso para ellos somos clientes, nuestro drama es su negocio. Ellos tienen su propia tragedia, un país con 193 millones de habitantes, una decena de idiomas, de aplastante mayoría musulmana, con conflictos étnicos, atentados, analfabetismo, miseria, talibanes que manifiestan que «la democracia es cosa de infieles», y piden a los paquistaníes que «no arriesguen su vida acudiendo a los colegios electorales». En 65 años de historia de Pakistán, en mayo de 2013 fue la primera vez que las mujeres de ese país pudieron ejercer su derecho al voto. Viven en  un mundo primitivo si se compara con Occidente. Las cubanas y cubanos, sin embargo, tenemos derecho al voto, pero para votar ¿qué? Desde 1959 siempre salen los mismos talibanes. 

Las voces me hacen aterrizar en el locutorio otra vez, en los ecos de rupturas familiares, palabras a medio decir, vidas ajenas. «Papi, te mandé las medicinas, y unas cuchillas gillette… No, no puedo ir este verano, tengo mucho trabajo… ¿Y la abuela, cómo está?, dile que no se preocupe, estoy bien, me acostumbro al frío… los echo mucho de menos, no te preocupes, mami, te mandé la carta de invitación… No sé qué tramites tienen que hacer en la embajada, llamen ustedes que están allá… el dinero tienen que repartirlo con mi hermana, este mes no puedo mandar más…», las voces se empastan como si de un gran coro se tratara. En una cabina un mulato sonríe, en otra se amontona una familia, una señora habla con sus hijos, la gente entra y sale, afuera algunos fuman un cigarro y esperan su turno. Las conversaciones parecen las mismas aunque salgan de bocas distintas. Redundan en el dinero. La pobreza nos ha corrompido como pueblo. Por unos pocos euros, unos pocos dólares, dolores de cabeza en forma de billetes.

Y ante la típica pregunta de «¿cómo estás?», tanto de un lado como del otro del cable nos escondemos la realidad. La chica vestida de blanco dirá que no puede ir a visitarlos porque tiene mucho trabajo ( pero quizás está en el paro, y miente para no asustar a su familia); el mulato que sonríe simula estar feliz, pero tiene a una mujer española esperándolo impaciente en la puerta del locutorio, sólo falta que le ponga una cadena al cuello para pasearlo por la calle; la familia que se aglomera en una cabina dejó a uno de los suyos del lado de allá e intenta darle ánimos: «Te traeremos pronto», pero ese pronto son cuatro años ya…

Cuba está rota en millones de pedazos: nosotros, fragmentados, miles de partículas arrojadas al vacío del mundo. Piezas de un puzzle que deconstruye la nación.

Los de allá llorarán calamidades por teléfono y los de aquí intentarán ocultar las suyas para que aquellos no sufran más. No entenderían que no llegas a fin de mes si no es debiendo dinero a bancos y amigos, que sin calefacción es insoportable vivir en Europa, que los niños están en edad escolar y con el sueldo de un mileurista no alcanza ni para los libros, que viajar a Cuba te cuesta un riñón y que, así y todo, mandarás cada mes lo que puedas ahorrar porque, a fin de cuentas, tú eres la esperanza de tu familia, la representación del «éxito», el que logró escapar. 

Hablamos en clave de medias verdades, de mentiras piadosas, aprendimos demasiado bien a callar, nuestro lenguaje vital es el silencio aunque no paremos de hablar, extrovertidos, eufóricos y, sin embargo, en mute ante las grandes verdades. Ante nuestra verdad. Y no sabemos que al tragarnos la lengua, nos ahogamos lentamente en un mar de silencios.

«Oye, cambia esa cara», me dice Henry al verme ensimismada en estos pensamientos que no quiero exteriorizar, pero se me han salido por los rasgos del rostro, por los ojos, se diseminan como una máscara de infelicidad. Él está tenso, lleva días con muy poca paciencia en su afán de verme con mejor cara. No puedo cambiar el rostro de un segundo para otro, hace días, semanas, que no sonrío. Primero la enfermedad de mi madre, allá, en una Habana que parece cada día más ficción de lo lejos que está; después: que detuvieran a Henry por no tener papeles y pasara una noche en un calabozo madrileño, en esta ciudad tan real donde la ficción somos nosotros, sombras que viven en ella sin pertenecer del todo: sin papeles, como personajes para quien no se escribió guión alguno. Que todo redunde en la imposibilidad de no saber cuando tendremos una historia verdadera que representar, ahora improvisamos, vivimos en el perpetuo presente… El futuro es un sueño que no se deja alcanzar.

«Vamos, que te toca ahora —y me señala la cabina telefónica—, acuérdate, ni una palabra de lo mío que después se lo dice a mi madre y se preocupa», me recuerda Henry. Yo entro a toda prisa y me cambia el semblante al oír la voz de mi vieja del otro lado. «Hola, mima, ¿cómo estás? Nosotros por aquí bien…»

 

 

Lien Carrazana Lau, Madrid, 2013.