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Es sábado y no tengo que trabajar. Para mí los fines de semana sí marcan la diferencia. El trabajo en la redacción es más intenso desde que empezó el avance de la pandemia. Cuando llega el fin de semana “descanso” del constante contacto con noticias sobre el COVID-19. Llega un punto en el que uno entra en una gran saturación de información. 

Es sábado y quiero escribir en mi blog, de esto que nos está pasando a todos, de lo que veo por mi ventana, de lo que pienso mientras pasan los días —29 ya encerrados desde que decretaron el estado de alarma en España—. 

Es sábado y quiero pasar un rato con mi pareja, tranquilos, en el sofá. Hablar, querernos, ver una serie, tomar cerveza, comprarle algún juguete a nuestro hijo por Amazon —en esta larga cuarentena se agotan las opciones de entretenerlo—.

Es sábado y quiero hablar con amigos para preguntarles cómo están, seguir con las entrevistas a los cubanos aislados por el mundo, una serie que empecé en DIARIO DE CUBA y de la que hablaré aquí más adelante. 

Es sábado y, por fin mi hijo se ha dormido, después de dos horas intentando que hiciera la siesta, y mi escaso tiempo libre a solas—una hora— mientras mi marido va al supermercado va a ser para hablar del mejor hombre que conozco.

Sin él lo más grande que tengo no existiría, porque Mael es quien es porque lleva su sangre y la mía, porque nos eligió como padres, porque somos sus guías. Cuando miro a Mael, me veo y veo a Lindomar, pero veo, sobre todo, que Mael es él mismo, justo en el punto donde no se nos parece.

Sin Lindomar estos días que son años juntos, más de 15, no sé qué serían. Antes de él la felicidad era una cosa efímera y mutante, con rostros que cambiaban del día a la noche, con nombres que hoy he olvidado o me han olvidado. 

Sin Lindomar este viaje de Cuba a España hubiera sido un salto al vacío. Con él siempre ha sido planear —nunca mejor dicho— sobrevolando años de incertidumbre legal, soledad, economía por los suelos, contratiempos y desvelos, hasta aterrizar en nuestra vida actual: de familia feliz.

No necesito momentos difíciles para reafirmar nuestra felicidad, pero es cierto que las cosas serían distintas, más tristes, más duras, y más aburridas, sin él, y sin nuestro hijo. Esta cuarentena nos ha robado la libertad, pero la sufriría más si no despertara cada día junto a quienes amo y me aman, si no disfrutara de hacerles el desayuno, de que Lindomar nos cocine, nos cuide, nos alegre con sus ocurrencias.

Todo sería más oscuro si Lindomar no me abriera los ojos con su claridad mental. Si no me ayudara en todo, si no fuéramos un equipo que divide las tareas en dos.

Mi madre sonríe desde el otro lado del océano con tranquilidad, sabe que su hija está protegida. Le dice: ¿hasta dónde te vas a dejar crecer la barba, yernito? Hasta que se acabe el comunismo, le responde Lindomar, y ella no sabe qué decir. Luego nos reímos y Mael interrumpe la videollamada con gritos y risas. Adiós, (abu)ela, adiós…

El otro día Lindomar volvió del supermercado y le pregunté cómo estaba la calle, si había muchos vagabundos en el portal del edificio de enfrente, si estaba el anciano rumano que es habitual ahí… Me dijo que sí, que estaba rodeado de muchos otros que han venido de todos lados a acampar junto al Burger King, y me contó que le había comprado una barra de pan, una lata de atún y una botella de leche entera. El anciano le comentó que casi no se movía porque le duelen las piernas. Me irrita que los servicios sociales no le ofrezcan un lugar donde pasar la pandemia. ¿Para esto pagamos tantos impuestos? 

Ya Lindomar le había llevado un café con leche en otra ocasión. No me dijo nada hasta entonces. Me sentí orgullosa de él y su solidaridad callada. Dudo que muchos vecinos de este barrio de clase media alta hagan lo mismo por ese viejo rumano que duerme entre cartones, y no es un borracho ni un yonki.

Podría escribir miles de cuartillas sobre Lindomar y la de veces que me ha salvado hasta de mí misma. Le escribí un libro cuando en 2015 se fue 21 días a visitar a su familia a Cuba. Los días más duros que he vivido en Madrid. Pero es sábado noche, ya casi domingo, y prefiero dejar este texto aquí y pasar lo que queda de noche con él.

Mi marido no es superman. Es solo un hombre, pero es el mejor hombre que conozco.