Buscar

La china fuera de la Caja

Arte, Literatura, Cuba y todo lo demás…

Categoría

Lecturas del Metro

Leer y llorar en un vagón del metro de Madrid

Leer y llorar en un vagón del metro de Madrid

Estoy leyendo un libro que encontré en la estantería de mi trabajo. Mi librero de Madrid es pequeño, apenas ocupo un compartimento de 30 x 40 x 50 cm del mueble del salón, ejemplares regalados en su totalidad. Mis libros de antes quedaron en La Habana, muchos eran heredados de mi primo, me los dejó cuando se fue a Canadá. De pequeña husmeaba en su librero con envidia. Sus hermanos no eran muy dados a la lectura, por eso cuando emigró recibí la donación por paquete postal, dos cajas de cartón procedentes de Santa Clara que fui a recoger a la estación de trenes.

De mi librero habanero no leí ni la mitad, ya lo he dicho en otras ocasiones, soy una pésima lectora, y siento debilidad por las estanterías ajenas, Prefería leer los libros de Damián —eran mejores que los míos, Anagrama, Turquest y libros prohibidos—, como consecuencia no leí completamente Los versos satánicos o Ensayo contra la ceguera, y los dejé abandonados junto a mi querido Palinuro de México y todos los catálogos, revistas y postales que me daba por acumular.

Dejé mis diarios con letra ilegible desde la infancia hasta que tuve quizás 20 años y me aburrí de poner fechas en cuadernos —al menos siguiendo un orden cronológico—, dejé fotos, pinturas, mi pañoleta roja que guardaba como fetiche junto a la camisa blanca llena de firmas de los compañeros de aula. Dejé las cartas de amor mal redactadas que nunca tuve valor de tirar, algunas obras, grabaciones… Dejé 27 años dispersos en objetos, paisajes, calles, rostros, recuerdos que se diluyen.
En la valija de un emigrante no cabe todo. Seguir leyendo «Leer y llorar en un vagón del metro de Madrid»

Muñequita/Autora

 

Muñequita lee La piel y la máscara de Jesús Díaz* dentro del metro de Madrid. Lo tomó prestado de un librero donde se amontonaban otros ejemplares del mismo autor. Se entusiasmó con la lectura y va con el libro a todas partes, se ríe ante la mirada inexpresiva de los pasajeros.

«Si un libro te hace reír cuando se lo propone es un buen libro», piensa Muñequita mientras reconoce en el texto esos rasgos de cubanidad que a veces pueden resultar humor negro y otras el entramado de un lenguaje que desviste historias cotidianas.

El sexo, el amor, el éxodo, la distancia, el incesto, la cobardía, la traición, la intriga… cierta envidia le inspiraban los actores/personajes de la novela que pueden transfigurándose en la piel de otros, vivir la falacia consciente de otras vidas posibles dentro de ésta. Un viaje que los escritores transitan a través de la escritura, y el lector, como el jugador de Play Station, en la mente. La novela también es un viaje al Vedado, Marianao y Regla, caminar Galeano y escuchar el negro que estará todavía diciendo un piropo más grosero que galán, esa Centro Habana del bullicio, la Avenida de los Presidentes que lleva al mar. La Isla del autor de la novela es más que el retrato de una realidad, es la ingeniosa manera de construir un relato capa por capa, el trasfondo de esas películas que no se cuentan, lo que ocurre en camerinos, fuera de cámara, lo que no llegaremos a decir por miedo, los secretos a la vista.

Leer La piel y la máscara es entrar y salir de la ficción a la vida real, que es a su vez la ficción de la novela. Vivir sin máscaras es imposible, la literatura es otra mascarada que cubre el rostro del autor, piensa Muñequita y recuerda los guiños que va dejándole Díaz detrás de las palabras.

La novela es muy original estructuralmente, una película de Ingmar Bergman también se desarrollaba en una Isla, allí los actores hablaban de los personajes que interpretaban en la película, de cómo fueron construidos, de qué pensaban ellos sobre sus caracteres: un intercambio actor/personaje que llevado al cine resultaba experimental pero efectivo. La misma estructura escogida por el autor de La piel y la máscara para contar la historia de un grupo de cubanos que sobrevivían a la Cuba de los noventa intentando hacer una película.

La consciencia, sin embargo, de escribir literatura, es comprender que el tiempo contado en palabras trae nuevos retos, la repetición de tomas cinematográficas son escritas con el sentido del humor que un sueco sólo tiene cuando ‘se hace el sueco’ como decimos en Cuba, siendo también la ironía un punto a favor de la novela.

Lo interesante siempre será encontrar la manera exacta de contar ideas en el soporte idóneo, reflexiona la autora y escribe en el pensamiento de su personaje: la convicción de que el tiempo es el único capaz de otorgarle el valor a la literatura.

«Corten», grita Muñequita. «Esto me aburre, en todo caso pasemos a comerciales y deja que los demás saquen sus propias conclusiones…».

La autora sudo la gota gorda sobre la hoja. La tinta se corrió un poco y borró la frase mal construida.

_______________________________________________________________
*La piel y la máscara , Jesús Díaz, Anagrama, 1996.

Lecturas del Metro


Metro Canal, Madrid.

Cuando estudiaba arte en la Habana siempre llevaba un libro en la mochila. Solía leer en la cola del autobús y en los 40 minutos que duraba el viaje desde la Habana Vieja hasta Marianao. Recuerdo que leí la ‘Rayuela’ de Cortázar en aquellos trayectos, dentro de una «guagua» 264 invariablemente repleta de pasajeros.
Era complicado leer allí si no tenías la fortuna de conseguir un asiento. Aún así, contando con esa suerte, la música estridente del chofer, los chillidos de la gente y el calor conspiraban contra la lectura. Éramos pocos los lectores urbanos que lográbamos imponernos a esa Habana agreste; años después cuando ya no leía dentro de los autobuses, ni los usaba con tanta frecuencia, recuerdo algún que otro viajero atrevido leyendo en medio de un «camello» en fase crónica de tumulto.
No leí mucho en aquella época de autobuses y en general en ninguna, confieso que no soy una gran lectora. ¿Paradójico no?, tratándose de alguien que escribe… De un coterráneo leí que al no encontrar eso que deseaba leer lo escribía… quizás suene un tanto pretencioso, pero cada uno tiene sus razones; de cualquier modo leer siempre ha sido estimulante cuando un libro logra absorber mi atención. Mi pensamiento se mueve constantemente, la gente, los hechos, lo que pasa por delante de mis ojos me mantiene abstraída en el mundo y sus formas, por eso me cuesta mucho mantener la concentración en la lectura. Pero cuando lo consigo, el libro vale, al menos para mí, y mucho.
El primer regalo que me hicieron en España fue un libro: ‘El retrato de Dorian Gray’. De Oscar Wilde sólo había leído ‘El ruiseñor y la rosa’ cuando tenia como 16 años y no recuerdo casi nada. Me pareció simbólico el regalo porque yo tenia bajo ese título una manera particular de recordar a un amigo, al que por ingenuidad había descrito como a Dorian Gray, sin tener ni la menor idea de que aquel personaje ya existía. Leerlo era como saldar una deuda con mi ingenuidad. Y que mejor momento que el de la pérdida de aquella inocencia insular con la que llegaba al viejo mundo.
‘El retrato de Dorian Gray’ fue mi primera lectura de autobús en España, en ese entonces vivía en Málaga, en un barrio nombrado ‘La Luz’ –que de luminoso sólo tenía el nombre–, y estaba muy cerca de las obras del Metro. Porque Málaga aún no tiene ese fenomenal invento de la modernidad. Allí la gente suele leer en el autobús, pero un viaje así se presta más para el periódico, el ‘Qué’ siempre estaba disponible para lectores ocasionales, aunque había quien se traía su propio periódico o algún libro.
Una vez se me sentó al lado una señora que leía un libro religioso, no recuerdo el título, pero era relacionado con ‘camino al cielo’ o algo así. Me causo gracia el contraste entre mi lectura y la suya. Entonces yo leía otro libro que me habían regalado ‘Los cuadernos de Don Rigoberto’ de Vargas Llosa, y en ese preciso momento me adentraba en una de sus fabulosas escenas eróticas.
En Madrid todos leen en el Metro. Puedo afirmar casi sin equivocarme que en esta ciudad la gente lee mucho más que en La Habana –algunos dirán que es porque hay más libros ¿no?–. A veces tengo la sensación de que estoy dentro de una biblioteca rodante cuando coincidimos cuatro o cinco personas a la vez en un vagón con los ojos metidos dentro de un libro.
Me entretengo en fisgonear en los libros de los demás. Intento leer los títulos, reconocer a los autores, quizás un día me plantee como ejercicio traerles una muestra de lo que leen los otros pasajeros. Algunos los llevan forrados, ¿será timidez, escrúpulos o obsesivo cuidado?
Recuerdo que un día iba con una amiga y jugábamos a descubrir que leía un chico frente a nosotras: ‘La guerra y la paz’. Mi amiga no tenia ni idea de que estaba delante de alguien leyendo un clásico. Ella prefiere ‘Harry Potter’ y yo, no soy mejor que ella, se quién es Tolstói, pero no me he leído sus libros –ahora podéis quemarme en la hoguera de los incultos–.
La realidad es que con el Metro ha llegado para mí de nuevo la lectura. Mi buena racha de regalos literarios continua, ahora estoy leyendo ‘La Fiesta Vigilada’ de Antonio José Ponte, pero antes han habido otros títulos que ya les comentaré, porque este es sólo el comienzo de ‘Lecturas del Metro’, una serie de post donde quiero invitarles a leer un poco conmigo, quién sabe si terminamos coincidiendo con el mismo libro en el algún vagón del Metro de Madrid.

Blog de WordPress.com.

Subir ↑