El pasado miércoles 6 de marzo esperaba a mi pareja en un banco junto a la boca del metro de Lavapiés. Me puse a leer ‘La náusea’, de Sartre, era domingo en el libro y el protagonista caminaba rumbo a la costa. Detuve la lectura con nostalgia del mar, y me extrañé de que mi novio tardara tanto. Tomé mi agenda y escribí:

 Cuando se demora así fabulo con mil acontecimientos irreales.

Al cabo de unos minutos recibí una llamada donde me avisaban que mi novio había sido detenido por no tener papeles, y se lo llevaban a una comisaría del centro, sin especificar cuál. Apto seguido un mensaje suyo lo confirmaba.

Mensaje

Lo de ‘no tener papeles’ me ha resulta ofensivo como definición para nombrar a los inmigrantes en situación irregular porque, a fin de cuentas, papeles tenemos casi todos al poseer pasaporte y carné de identidad de nuestro país de origen, documentos que acreditan legítimamente quiénes somos. Pero así han nombrado a los que como yo están en esta situación, y para que se me entienda, he de emplearla una vez más. 

Volviendo a ese día terrible: caminé sin saber a dónde ir, de pronto una tarde normal se trocaba en pesadilla. Al encontrarme en la misma circunstancia (i)legal que mi pareja no podía personarme en la estación, aunque ni sabía a dónde lo habían llevado. Cuando iba por Sol me llamaron los periodistas cubanos con los que colaboro para indicarme la comisaría. Me pidieron que no fuera, que enviarían a un abogado amigo de ellos. Pero fui igualmente, aunque fuera para pararme en la acera de enfrente.

Cuando llegué a la estación de Plaza España eran las 19 y algo. Al rato apareció el abogado. Lo vi hablar con la policía, pero no lo dejaron entrar. Cuando se alejaba de la puerta de la estación me acerqué. Me dijo que no le dijeron nada, que mi novio no había solicitado un abogado particular y que, por tanto, si no se es familiar, no podían dar ninguna información sobre su persona por “la propia seguridad del detenido”.

La desolación se apoderó de mí. No estamos casados ni somos ante la ley una pareja de hecho, y aunque lo fuéramos no podía indagar por él, un cartel en la estación recuerda: LA OBLIGACIÓN DE IDENTIFICARSE.

Estuvimos frente a la comisaría un buen rato, el abogado me dijo que le pondrían un abogado de oficio y que seguramente sería cosa de una multa y lo soltarían. Pero pasaba el tiempo y nada. Se hicieron algunas llamadas sin resultado, sólo la tácita aseveración de que se trataba de una falta administrativa y que lo más probable es que le abrieran un expediente de expulsión que en el caso de los cubanos no se hace efectiva porque no nos deportan, Cuba no tiene tratado de repatriación con España.

El abogado volvió a preguntar a los policías. Mi desesperación iba en aumento. Le dijeron que si lo soltaban sería por la puerta de atrás, que mejor esperáramos allí, los de extranjería trabajaban hasta las 21:30 horas. Y así hicimos, pero la puerta se abría y cerraba para que entraran y salieran policías llevando algún que otro detenido.

Pasadas las 22 horas volvimos a la entrada principal, ya no me quedé en la acera del frente, permanecí en silencio mientras el abogado volvía a preguntar. Se nos acercó una policía en plan consolador, diciéndonos que si era cubano no tendría mayor complicación que una multa. ¡¿Pero si es inocente, no ha hecho nada, por qué lo retienen?!, algo así dije insultada. No tener papeles es un delito, le oí decir a un policía jovencito y apreté los dientes de rabia. Años antes, una abogada, con experiencia en temas de extranjería, nos había dicho que no estar regularizado en España no es un delito sino una falta administrativa. Pero los policías estaban convencidos de lo contrario y el abogado que me acompañaba no tenía experiencia en el tema. En fin, que a las 23 horas seguíamos sin saber nada y entonces la mujer policía nos dijo que ya no lo soltarían porque no había más servicio de extranjería hasta el día siguiente, y que pasaría la noche en el calabozo.

El abogado me acompañó hasta la puerta del metro. Me fui a casa, pero mi mente se quedó en la calle Leganitos, en esa estación miserable donde habían encerrado a mi novio, donde pasaría la noche rodeado de delincuentes y extraños, sólo por no poder regularizarse en un país en crisis y con cinco millones de parados.

Hago un alto aquí para explicar a quien no esté al tanto: para obtener permiso de residencia en España hay básicamente dos maneras, casarse con un nacional o a través de un contrato de trabajo. La primera para nosotros está descartada, porque ni vamos a elegir otra pareja, ni vamos a burlar la ley con un matrimonio falso. Y la segunda opción… Bueno, ya lo dije antes: cinco millones de parados y la carencia de una oferta viable. De este tema podría escribir mucho más, pero quiero concentrarme en el recuento de los hechos. En el texto ‘El exilio, entre sueño y pesadilla’ abundé sobre esto, aunque desde ese artículo hasta hoy cambiaron algunas cosas con la reforma migratoria cubana, no cambió el estatus de los que nos quedamos antes de su entrada en vigor. Por tanto, estamos en un limbo legal, nuestro país no nos acepta de vuelta y España no nos ofrece una alternativa coherente.

Al día siguiente amaneció lloviendo. Esta vez estaba sola frente a la estación, pero el dolor había borrado mi miedo y tenía que al menos intentar saber algo. El policía de la puerta volvió con la misma historia de no decir ni una palabra. Ya sé que no puede darme información, sólo quiero saber cuándo empiezan a trabajar los de extranjería. A las 9 y media, contestó. Y faltaba media hora para que empezaran. Me planté frente a la puerta de atrás y esperé. Pasaron horas en las que los policías me miraban sabiendo que estaba esperando a un detenido y yo les clavaba mis pequeños ojos como si fueran estacas. Llamé a otra abogada de una asociación que atiende a inmigrantes y no me salió al teléfono porque estaba reunida. Me refugié en un portal porque llovía sin parar. El portero del edificio, que había oído mis conversaciones telefónicas y me veía desde hacía horas allí, se me acercó. ¿Todavía no lo sueltan, no?, me dijo. No, y no me quieren decir nada. Apenado cruzó la calle y habló con un policía vestido de civil que se acercó a preguntarme qué me pasaba. Le conté. A lo que me dijo que mi pareja podría estar hasta tres días detenido…

¡¿Tres días preso por no hacer nada, por ir simplemente caminando por la calle, por respirar, por querer tener una vida mejor, por escapar de la jaula castrista?! Miré al policía con los ojos llenos de ira líquida. ¿Usted sabe de dónde venimos nosotros? De una dictadura comunista. ¿Usted sabe quién es Ángel Carromero? Un político español que se dejó amedrentar por el régimen de Raúl Castro, y se autoinculpó de un crimen que ahora, tras salvar su pellejo en tierra española, reconoce que no cometió, eso consiguen los tiranos del lugar de donde vengo, convertir a demócratas en cobardes.

No supo qué decir y empezó a justificarse conque los políticos también tomaban decisiones que le afectaban a él, que ellos (los policías) sólo cumplían con su trabajo. Que mejor me iba a mi casa porque no resolvía nada ahí plantada.

Entré en cólera y me fui maldiciendo bajo la lluvia. Caminé calles y calles sin rumbo. Me negaba a resignarme y esperar en mi casa con los brazos cruzados. Entré a un locutorio a revisar internet y contactar con una abogada que conocí por Twitter, ella indagó a través de una amiga, pero tampoco hubo respuesta. Se agotaban mis opciones. Cuando salí del locutorio todavía llovía, llamé al abogado que me había acompañado la noche anterior, me dijo que no quedaba otra que esperar. Esperar, esa palabra maldita que los cubanos hemos aprendido demasiado bien. Estoy harta de esa palabra.

Entonces me entró otra llamada, eran pasadas las 12 del mediodía y acababan de soltarlo. Fui a su encuentro lo más rápido que pude. Sólo quería abrazarlo muy fuerte y recuperar mi vida.

Lindomar Placencia es artista plástico y mi pareja desde hace una década. Ambos vinimos a España invitados por galerías de arte para exponer nuestra obra. Y sí, decidimos quedarnos. Si es un delito aspirar a una vida mejor, querer escapar del infierno castrista, soñar con la libertad y con vivir en democracia, sí, soy culpable.

Las arbitrariedades, las vejaciones psicológicas y físicas, el trato inhumano, la vulneración de los derechos humanos, la falta de higiene, la prepotencia y el abuso de poder de los cuerpos policiales, la mala comida, los castigos… Los horrores que me contó mi novio sobre los calabozos de Plaza España equivaldrían al triple de cuartillas que este post, y aunque no tengo miedo, tendría que tenerlo porque con el simple hecho de escribir a cara descubierta me estoy exponiendo, y no soy una suicida, vine a España a vivir, no a que me encarcelen y aplasten como las cucarachas que algunos quieren que seamos.

Pero todo no se puede decir de golpe, ni en todas partes. Hay que aprender a guardar silencio y esperar el momento oportuno.

La indefensión legal que vivimos no es un espejismo, es la realidad más descarnada de quienes residimos de manera irregular en territorio español. Pagamos impuestos como los españoles por cada cosa que consumimos o compramos, pero no tenemos derecho a la sanidad, eso sí, una parte de nuestros impuestos son para costear la policía, que luego vendrá a detenernos. Y si fuéramos africanos o latinoamericanos a deportarnos.

Entiendo que ha de regularse la migración, pero parece que España olvidó cuando fue un país mayoritariamente emigrante, y América le abrió las puertas, y en Cuba, específicamente, se perdonó y permitió quedarse a los españoles que lucharon en la guerra de independencia, que no fue más que una guerra civil entre los hijos y los padres, entre criollos y peninsulares, pero españoles todos hasta ese momento.

Un país que olvida su Historia y pisotea los derechos de otras personas, sólo por su lugar de origen, está abocado al fracaso. Los españoles, los cubanos nacionalizados, el resto de ciudadanos de otras latitudes que residen en España, tendrían que ser conscientes de estos temas y no mirar con indiferencia lo que hoy quizás no les afecte directamente, pero por alguna parte terminará por dañarles. Porque lo cierto es que la población inmigrante irregular seguirá existiendo, y no todos tendrán la inteligencia y sentido común para encontrar una salida digna a esta situación, se corre un gran peligro al marginar a quien no tiene casi nada que perder y ha cruzado medio mundo para buscar un futuro mejor. No por hacernos las cosas más difíciles dejaremos de existir.

 

Lien C. Lau, Madrid.