
Nueve años sin caminar por el Malecón, bajo el sol y la luna, con calor y olor a salitre; esquivando vendedores de maní, de sexo o de almas…
Nueve años mirando publicidad en la televisión: de zapatos, de autos, de resorts de ensueño; anuncios de lotería, contra el tabaquismo, el alcoholismo, la trata de seres humanos…
Nueve años sin escuchar reguetón a toda hora desde las bocinas del vecino de al lado, del frente, del bicitaxista, el chofer del autobús, los adolescentes que van amplificados…
Nueve años escuchando músicas de todo tipo, en idiomas tan disímiles como el portugués, el catalán o el valenciano, y terminar siempre buscando esa melodía que me transporta a la tierra de donde me arranqué, porque soy su hija mala-hierba, soy la que «sobraba».
Nueve años contando los años, y no dejaré de contarlos jamás, porque nací de nuevo este 8 de septiembre, porque «quemando mis naves» abría un mundo nuevo, duro y solitario.
La soledad se ha vuelto mi máxima acompañante. La soledad, y el amor. Ese que no falte. Sin el amor soy una planta sin agua.
Sólo el amor nos salva donde las luces se apagan y los silencios pesan como piedras en los bolsillos, como grilletes en los tobillos, como zapatos de plomo. Sólo el amor nos salva cuando la soledad, de tanto abrazarnos, nos asfixia. Cuando el horizonte son árboles y árboles, y no puedo ver tu agua, Yemayá, y no puedo besar tus orillas, Madre Santa.
Si no fuera porque el amor es un río, y su cauce lleva mi mensaje al mar, si no fuera por Oshún, que me protege y me sonríe, y su sonrisa se dibuja en mi cara, si no fuera porque los ecos de su vida (la de mi amor) me acompañan, estos nueve años serían nueve dolores, pero son nueve soles de esperanza: la de que cada día podemos conquistar un poco más de libertad, la de que los sueños no son estrellas inalcanzables.
En nueve años en (S)pain he conseguido más derechos y libertad que en mis 27 años en Cuba. Y ese es el dolor y la certeza del exiliado: que para (sobre)vivir tiene que hacerlo sin su patria.
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